martes, 22 de marzo de 2011

El primer caso de polio de aquel verano se produjo a comienzos de junio...

"Philip Roth demuestra su talento como narrador y su compromiso con los grandes temas de la Literatura" (Rafael Narbona) El primer caso de polio de aquel verano se produjo a comienzos de junio, poco después del Día de los Caídos, en un barrio italiano pobre que estaba en el otro extremo de la población donde nosotros vivíamos. En el ángulo sudoeste de la ciudad, en el barrio judío de Weequahic, apenas nos enteramos, como tampoco oímos hablar de la siguiente serie de casos desperdigados por casi todos los barrios de Newark excepto el nuestro.

Hubo que esperar a la festividad del Cuatro de Julio, cuando ya se habían registrado cuarenta casos en la ciudad, para que en la primera plana del periódico vespertino apareciera una noticia titulada «Las autoridades sanitarias alertan a los padres sobre la polio», donde se citaba al doctor William Kittell, inspector del Consejo de Sanidad, quien había prevenido a los padres para que observaran detenidamente a sus hijos y, en caso de que un niño mostrara síntomas como dolor de cabeza, garganta irrita- da, náuseas, rigidez de cuello, dolor en las articulaciones o fiebre se pusieran en contacto con el médico. Aunque el doctor Kittell reconocía que cuarenta casos de polio eran más del doble de los que solían producirse al comienzo de la temporada, quería dejar claro que aquella ciudad de 429.000 habitantes en modo alguno sufría lo que podría considerarse una epidemia de poliomielitis. Aquel verano, como todos, había motivos de preocupación, y era necesario adoptar las medidas higiénicas apropiadas, pero aún no había razones para que cundiera la alarma que, veintiocho años atrás, habían mostrado los padres durante el brote más largo de la enfermedad jamás producido: la epidemia de polio de 1916 en el nordeste de Estados Unidos, cuan- do se habían dado más de 27.000 casos y 6.000 fallecimientos. En Newark había habido 1.360 casos y 363 muertes. Ahora bien, incluso en un año en que el número de casos era el habitual, cuando los riesgos de contraerla eran mucho menores que en 1916, la polio, una enfermedad paralizante que dejaba al niño permanentemente impedido y deforme o incapaz de respirar fuera de un recipiente metálico cilíndrico -un respirador artificial llamado «pulmón de acero»-, o que podía conducir desde la parálisis de los músculos respiratorios hasta la muerte, causaba a los padres de nuestro barrio una considerable aprensión y alteraba la tranquilidad de los niños que gozaban de vacaciones vera- niegas y podían pasarse el día, hasta bien entrado el largo crepúsculo, jugando al aire libre. La preocupación por las funestas consecuencias de enfermar gravemente de polio se acrecentaba al no existir ningún medicamento que tra- tara la enfermedad, y ninguna vacuna que proporcionara inmunidad. La polio, o parálisis infantil -como la llamaban cuando se creía que la enfermedad infectaba sobre todo a niños de corta edad-, podía atacar a cualquiera y sin ninguna razón aparente. Aunque quienes la padecían eran generalmente niños o adolescentes hasta los dieciséis años, también los adultos podían resultar gravemente infectados, como le había ocurrido al entonces presidente de Estados Unidos. Franklin Delano Roosevelt, la víctima más famosa de la polio, contrajo la enfermedad cuando era un vigoroso hombre de treinta y nueve años; a partir de entonces tuvieron que sostenerle para que pudiera caminar y, aun así, debía llevar unas pesadas abrazaderas de acero y cuero desde las caderas hasta los pies sin las que no hubiera podido mantenerse erguido. La institución benéfica que Roosevelt fundó cuando estaba en la Casa Blanca, la March of Dimes, obtenía dinero para la investigación y la ayuda económica a las familias de los afectados, pues, aunque era posible una recuperación parcial o incluso total, con frecuencia esto solo ocurría al cabo de meses o años de costosa terapia y de rehabilitación en el hospital. Durante la recogida anual de fondos, los jóvenes norteamericanos donaban sus monedas de diez centavos a la escuela para ayudar a la lucha contra la enfermedad e introducían el dinero en las huchas que pasaban los acomodadores en los cines, y tanto en las paredes de tiendas y oficinas como en los pasillos de las escuelas del país entero aparecieron carteles con las frases «¡También tú puedes ayudar!» y «¡Ayuda a combatir la polio!» bajo imágenes de niños en silla de ruedas, una guapa chiquilla con abrazaderas en las piernas que se chupaba el pulgar o un niño acicalado con abrazaderas en las piernas, que sonreía heroicamente lleno de esperanza... Aquellos carteles hacían que la posibilidad de contraer la enfermedad les pareciera incluso más terriblemente real a unos niños por lo demás sanos. Los veranos eran húmedos en Newark, una ciudad que se halla al nivel del mar, y como estaba parcialmente rodeada de extensas marismas -un gran foco de malaria, que en aquel entonces también era una enfermedad incontenible-, había nubes de mosquitos que era preciso liquidar con el matamoscas o con la palma de la mano cada vez que, por la noche, colocábamos sillas de playa en los callejones y en los senderos de acceso a las viviendas y nos sentábamos para ponernos a salvo del tórrido calor de nuestros pisos, donde, para mitigar aquellas infernales temperaturas, no había más medios que la ingesta de agua helada o las duchas frías. Esto sucedía antes de la aparición del aire acondicionado doméstico; entonces, cuando un pequeño ventilador eléctrico negro, puesto sobre una mesa para que produje- ra cierta brisa en el interior, ofrecía escaso alivio cuando la temperatura superaba los 32 grados, como sucedió repetidas veces aquel verano durante períodos de una semana o diez días. En el exterior, los vecinos encendían velas de citronella y rociaban el ambiente con botes de insecticida Flit para mantener a raya a las moscas y los mosquitos, de los que se sabía que eran transmisores de la malaria, la fiebre amarilla y el tifus, y de los que muchos -empezando por Drummond, el alcalde de Newark, que lanzó la campaña «Acabemos con las moscas», extensible a todo el municipio-, creían que transmitían la polio. Cuando una mosca o un mosquito lograban penetrar a través de los mosquiteros de las puertas y ventanas o por una puerta abierta, los inquilinos perseguían tenazmente al insecto con matamoscas y Flit, temerosos de que al posarse con sus patas cargadas de gérmenes en uno de los niños dormidos le inoculara la polio. Puesto que entonces nadie conocía la fuente del contagio, era posible sospechar de casi todo, incluso de los escuálidos gatos callejeros que se acercaban a nuestros cubos de basura en el patio trasero, de los macilentos y hambrientos perros vagabundos que rodeaban a hurtadillas las casas y defecaban en la acera y en la calle, y de las palomas que zureaban en los gabletes de las casas y ensuciaban los escalones de la entrada con sus blancuzcos excrementos. En el primer mes del brote, antes de que el Consejo de Sanidad lo reconociera como una epidemia, el departamento de higiene se puso a exterminar sistemáticamente la enorme población de gatos callejeros, aunque nadie sabía si estos tenían que ver con la polio en mayor medida que los gatos domésticos. Lo que sí sabía la gente era que se trataba de una enfermedad sumamente contagiosa y que la mera proximidad física a los ya infectados podía hacer que se transmitiese a quienes estaban sanos. Por esta razón, a medida que el número de casos aumentaba imparable en la ciudad, y con ellos el temor de la comunidad, los padres de muchos niños de nuestro barrio les prohibieron utilizar la gran piscina pública del Olympic Park, en la cercana Irvington, les prohibieron ir a los cines con aire acondicionado y tomar el autobús que iba al centro de la ciudad o viajar por el barrio de Down Neck hasta la avenida Wilson para ver a nuestro equipo de la liga menor, los Bears de Newark, que jugaban al béisbol en el estadio Ruppert. Nos advertían de que no usáramos los lavabos públicos, ni bebiéramos de las fuentes públicas, ni tomáramos un trago de la botella de refresco de un compañero, ni nos resfriáramos, ni jugáramos con desconocidos, ni sacáramos libros en préstamo de la biblioteca pública, ni habláramos por teléfono público, ni compráramos comida en un tenderete callejero, ni comiéramos hasta habernos lavado a conciencia las manos con agua y jabón. Teníamos que lavar la fruta y la verdura antes de consumirlas, y mantenernos a distancia de cual- quiera que pareciese enfermo o se quejase de alguno de los síntomas reveladores de la polio. Se consideraba que la mejor protección de un niño contra la polio era que huyera de la tórrida ciudad y pasara el verano en un campamento en las montañas o en el campo, o bien a unos cien kilómetros de distancia, en el litoral de Jersey. La familia que podía permitírselo alquilaba un dormitorio con derecho a cocina en una pensión de Bradley Beach, un lugar formado por una playa de arena, un paseo marítimo entarimado y unos chalets alargados que ya lle- vaban varias décadas siendo populares entre los judíos del norte de Jersey. Allí la madre y los niños irían a la playa para respirar el fresco y tonificante aire del océano durante toda la semana, y el padre se reuniría con ellos los fines de semana y en vacaciones. Por supuesto, se sabía que tanto en los campamentos de verano como en las poblaciones costeras se daban casos de polio, pero como no eran tan numerosos ni mucho menos como los registrados en Newark, existía la creencia generalizada de que mientras que los alrededores de la ciudad, con sus sucias aceras y su insalubre atmósfera, facilitaban el contagio, instalarse en un lugar desde el que se veía u oía el mar, o en el campo o en las montañas, era la mejor garantía para eludir la enfermedad. Así pues, los privilegiados favorecidos por la suerte desaparecían de la ciudad durante el verano, mientras que los demás nos quedábamos allí haciendo exactamente lo que no debíamos, pues se sospechaba que el «esfuerzo excesivo» era otra posible causa de la polio: repetíamos un turno de lanzamiento de pelota tras otro y jugábamos un partido de softball tras otro en el ardiente asfalto del patio del colegio, nos pasábamos el día corriendo bajo el calor extremo, bebíamos con avidez el agua de las fuentes prohibidas, entre uno y otro turno de lanzamiento nos sentábamos en un banco, apretujados, aferrando en el regazo el desgastado y mugriento guante que fuera del campo usábamos para secarnos el sudor de la frente y evitar que nos llegara a los ojos, hacíamos el payaso y conversábamos con los polos empapados y las zapatillas apestosas, sin pensar que nuestra imprudencia podría condenar a cualquiera de nosotros a estar encerrados de por vida en un pulmón de acero y a que se hicieran realidad los más atroces temores físicos.